La política exterior de Trump empuja al mundo hacia un escenario de guerra
Por qué la política exterior de Trump no solo cambia alianzas y discursos, sino que erosiona los mecanismos que durante décadas limitaron la escalada de conflictos entre grandes potencias
Autor - Aldo Venuta Rodríguez
4 min lectura
La consecuencia más preocupante no es un conflicto inmediato, sino el cambio de clima que se está normalizando. Un mundo donde la confrontación deja de ser una anomalía y pasa a entenderse como una herramienta legítima de gestión política es un mundo más frágil, incluso cuando no hay combates visibles. La inestabilidad no empieza con bombas, sino con la erosión de los límites que antes contenían los conflictos.
Lo que está ocurriendo es un giro profundo en la forma en que Estados Unidos se relaciona con el resto del planeta. Bajo el liderazgo de Donald Trump, la política exterior abandona la idea de un orden internacional compartido y adopta una lógica basada en la fuerza, la presión y la ventaja inmediata. No se trata solo de decisiones puntuales, sino de una visión del mundo donde las reglas comunes se consideran un obstáculo más que una garantía de estabilidad.
Durante décadas, ese orden internacional fue imperfecto y muchas veces injusto, pero funcionó como un sistema de contención. Alianzas, tratados y organismos multilaterales no evitaban todos los conflictos, pero imponían costes y límites a quienes los cruzaban. Hoy, ese entramado ya no se presenta como un activo estratégico, sino como una carga que restringe la libertad de acción estadounidense.
La nueva visión parte de una premisa distinta y mucho más peligrosa: el mundo está dividido en esferas de influencia que compiten de forma permanente. En ese esquema, cada potencia debe asegurar su zona, presionar a sus rivales y aceptar que la confrontación es parte natural del equilibrio global. La cooperación deja de ser el objetivo y pasa a ser una excepción táctica.
Este enfoque tiene efectos inmediatos sobre las alianzas tradicionales. Cuando los compromisos se tratan como fichas negociables y no como obligaciones estables, la confianza se erosiona rápidamente. Los socios empiezan a dudar de las garantías de seguridad, recalculan riesgos y buscan alternativas, lo que fragmenta aún más el sistema internacional.
El problema es que esta lógica no se queda confinada a Washington. Otras potencias observan y ajustan su comportamiento. Si una superpotencia actúa sin aceptar límites externos, el incentivo para respetarlos desaparece también para los demás. La confrontación se vuelve contagiosa, y cada actor empieza a justificar sus propios movimientos agresivos como simples respuestas defensivas.
A medida que las normas pierden peso, los errores se vuelven más peligrosos. Los mecanismos de mediación se debilitan, los canales diplomáticos se vacían de contenido y los malentendidos escalan con mayor rapidez. Decisiones pensadas para enviar señales de fuerza pueden acabar generando respuestas desproporcionadas que nadie planeó ni controla del todo.
América Latina es uno de los espacios donde este cambio se manifiesta con mayor claridad. La región deja de verse como un conjunto de países con dinámicas propias y pasa a interpretarse como un tablero estratégico que debe mantenerse bajo control. Presión económica, sanciones, operaciones encubiertas y demostraciones de fuerza se integran en una misma narrativa de seguridad, con escaso margen para la autonomía real de los Estados implicados.
En otros frentes ocurre algo similar. En Europa, el respaldo se vuelve condicional y sujeto a cálculos internos. En Asia, la competencia se intensifica y se militariza. El resultado no es una disuasión estable, sino un entorno más nervioso, donde cada actor se prepara para escenarios que antes se consideraban extremos y ahora empiezan a verse como plausibles.
Nada de esto implica que una guerra mundial sea inevitable ni que exista un plan explícito para desencadenarla. El riesgo reside en la acumulación de decisiones que empujan al sistema hacia un punto de ruptura. Las grandes guerras del pasado no comenzaron por una sola decisión clara, sino por cadenas de errores, escaladas mal gestionadas y líderes convencidos de que podían tensar el sistema sin que colapsara.
La pregunta abierta no es si el mundo ya está en guerra, sino cuánto tiempo puede sostenerse un equilibrio basado casi exclusivamente en la fuerza. Cuando las reglas se debilitan y la confrontación se normaliza, el sistema deja de absorber tensiones y empieza a amplificarlas. Y en ese punto, el peligro deja de ser abstracto y pasa a ser una posibilidad real.
Fuente: The New York Times International
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