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Por qué algunos recuerdos se borran en días y otros se quedan toda la vida

Cómo el cerebro decide qué recuerdos conservar y cuáles dejar desaparecer mediante procesos distribuidos que regulan la memoria más allá del hipocampo

Autor - Aldo Venuta Rodríguez

4 min lectura

Cerebro dividido entre una zona difusa y otra luminosa
Imagen ilustrativa. Créditos: Iceebook

A veces olvidas un nombre a las pocas horas y, sin embargo, recuerdas con una nitidez absurda una escena de hace veinte años: una frase, una mirada, un olor. Esa diferencia no es solo “falta de interés” o “mala memoria”. Es una pista de que el cerebro no guarda las experiencias como un disco duro, sino como una apuesta: decide qué vale la pena sostener y qué puede dejar caer.

Lo llamativo de esta nueva forma de mirar la memoria es que la decisión no parece estar concentrada en una sola sala de control. La idea de que el hipocampo es “el lugar donde se hacen los recuerdos” se queda corta: hay un trabajo repartido entre regiones que actúan como interruptores y temporizadores, empujando un recuerdo a sobrevivir… o dejándolo apagarse.

En el centro de esta historia aparece el tálamo, una estructura que suele describirse como un nodo de paso, pero que aquí juega un papel más activo: conectar el recuerdo reciente con su versión estable. No se trata de un simple envío de información a la corteza, sino de un “sí” sostenido en el tiempo: una señal que mantiene vivo el rastro mientras el cerebro decide si lo convierte en algo duradero.

Para entender ese proceso sin depender de recuerdos humanos imposibles de controlar, se creó un entorno de realidad virtual para ratones. La lógica fue sencilla: exponerlos a experiencias repetidas o cambiantes, medir qué recuerdan y durante cuánto, y ver qué piezas del cerebro se encienden cuando un recuerdo se fortalece frente a otro que se desvanece.

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El paso siguiente fue más quirúrgico: tocar genes específicos en regiones concretas y observar qué pasa con la “vida útil” del recuerdo. Ahí emergen tres reguladores como piezas clave del mantenimiento: dos asociados al tálamo (Camta1 y Tcf4) y otro a una zona de la corteza frontal (Ash1l). No serían los responsables de crear el recuerdo inicial, pero sí de evitar que se pierda cuando pasa el primer impulso.

La imagen que deja este modelo es la de un recuerdo construido por etapas, no por un solo acto. Primero se forma una memoria básica; después, ciertos mecanismos empujan su persistencia temprana; más tarde, otros refuerzan la estructura celular que la sostiene; y finalmente entran programas más profundos de estabilización que ayudan a que el rastro dure. Es como si el cerebro tuviera varias revisiones de seguridad antes de permitir que algo se quede “a vivir” contigo.

Lo más provocador es el parentesco con otros tipos de memoria biológica. Ash1l pertenece a una familia de enzimas que también participan en cómo las células “recuerdan” cosas en el sistema inmune o mantienen su identidad durante el desarrollo. La insinuación es potente y a la vez incómoda: quizá el cerebro no inventó una memoria desde cero, sino que reaprovecha trucos universales de la biología para fijar recuerdos en el tiempo.

Este enfoque choca con el relato clásico, que dibujaba la memoria como un traslado: del hipocampo a la corteza, y listo. Ese esquema ayudaba a explicarlo de forma simple, pero dejaba preguntas sin respuesta: por qué algunos recuerdos se evaporan aunque “pasen por el mismo circuito”, por qué la repetición cambia tanto el destino de una experiencia o por qué dos personas fijan cosas distintas tras vivir algo parecido.

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El punto crítico es que aquí hablamos de un modelo en animales y de mecanismos tocados de forma controlada, algo muy distinto a la memoria humana cotidiana, atravesada por sueño, estrés, emoción, atención y contexto social. Que existan “temporizadores” no significa que puedas encenderlos a voluntad, ni que el olvido sea un fallo: a veces es una función necesaria para no saturarte de ruido. Y que el tálamo gane protagonismo no borra el papel del hipocampo: lo complica, lo reparte y lo obliga a convivir con otros mandos.

Lo que queda por ver es si esta mirada abre caminos útiles para problemas reales, como los trastornos de memoria. La promesa razonable no es una cura inmediata, sino una idea más práctica: si un recuerdo se mantiene por fases y por rutas paralelas, quizá en algunos casos se pueda reforzar lo que aún funciona sin depender de una sola región dañada. La pregunta final sigue siendo la misma que nos persigue desde siempre, solo que ahora suena más concreta: ¿qué combinación de repetición, contexto y biología convierte un momento cualquiera en algo que te acompaña toda la vida?

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