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Regresar a la Luna en 2028: la apuesta espacial de Trump frente a los límites reales

Por qué el plan de regresar a la Luna en 2028 plantea más preguntas que certezas sobre presupuesto, viabilidad técnica y el futuro real de la exploración espacial estadounidense

Autor - Aldo Venuta Rodríguez

3 min lectura

Módulo lunar posado sobre la superficie de la Luna con la Tierra visible en el cielo oscuro
Imagen ilustrativa. Créditos: Iceebook

La promesa suena clara y rotunda: humanos en la Luna en 2028 y una base permanente dos años después. El contraste aparece al mirar alrededor. La ambición crece justo cuando el sistema que debería hacerla posible muestra señales de desgaste, retrasos acumulados y una fragilidad presupuestaria que ya no se puede esconder bajo discursos épicos.

Lo que está sobre la mesa es una orden ejecutiva que fija plazos y prioridades muy concretas para la política espacial estadounidense. No habla solo de volver a pisar la Luna, sino de usar ese regreso como palanca para economía, seguridad nacional y liderazgo internacional. La Luna deja de ser un destino científico para convertirse en una pieza estratégica, con Marte siempre en el horizonte como promesa futura.

Hasta ahora, el regreso lunar se había planteado como un proceso largo, lleno de pruebas, retrasos y revisiones técnicas. El programa Artemis avanzaba, pero con un ritmo irregular y costes crecientes. La idea de acelerar todo para cumplir una fecha política cambia el marco: ya no se trata solo de si es posible, sino de qué se sacrifica para intentar llegar a tiempo.

Uno de los choques más evidentes aparece en el dinero. Mientras se fijan metas históricas, el presupuesto propuesto para la NASA apunta a recortes severos, especialmente en su área científica. Eso obliga a una contradicción incómoda: se exige más rapidez, más presencia humana y más infraestructura, al mismo tiempo que se reduce el margen para fallar, investigar o rediseñar.

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La apuesta no es únicamente lunar. La orden empuja con fuerza la economía espacial privada y plantea reemplazar la Estación Espacial Internacional por plataformas comerciales. En el papel, suena a eficiencia y modernización. En la práctica, significa trasladar parte del riesgo a empresas que aún no han demostrado poder sostener operaciones tan complejas de forma estable y continua.

El componente de seguridad añade otra capa de tensión. El espacio deja de verse como un entorno principalmente científico y pasa a leerse como un dominio potencial de conflicto. Vigilancia, control orbital y referencias explícitas a armamento convierten la exploración en algo mucho menos inocente. La frontera entre exploración y militarización se vuelve difusa, y eso no suele discutirse en los titulares.

Tampoco está claro qué implica realmente una “base lunar permanente”. Mantener personas en la Luna exige energía constante, logística compleja y sistemas que aún no han sido probados a largo plazo fuera de la órbita terrestre. Hablar de reactores nucleares lunares puede sonar futurista, pero también abre preguntas técnicas, políticas y ambientales que siguen sin respuesta clara.

El riesgo más grande no es que el plan fracase, sino que tenga éxito a medias. Un alunizaje apresurado podría servir como gesto simbólico, pero dejar detrás una infraestructura frágil, difícil de mantener y dependiente de decisiones políticas cambiantes. La historia espacial está llena de logros espectaculares que luego no supieron sostenerse en el tiempo.

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Lo que queda por ver es si esta nueva carrera lunar construye algo duradero o solo consume recursos para cumplir una fecha marcada en el calendario. La Luna puede ser un laboratorio para el futuro o un escenario más de promesas políticas. La diferencia no la marcará el discurso, sino lo que realmente se esté dispuesto a sostener cuando pase el entusiasmo inicial.

Fuente: Wired

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