Cómo la sobreinformación nos está robando la atención y la salud mental

La cantidad de información que consumimos a diario supera con creces la que cualquier ser humano podía procesar hace solo unas décadas. En lugar de facilitarnos la vida, esta avalancha constante de datos, noticias, notificaciones y contenidos ha comenzado a pasar factura a nuestra mente.

Autor - Aldo Venuta Rodríguez

3 min lectura

Persona leyendo noticias falsas en una tablet como símbolo de la sobreinformación
Imagen de Pixabay.

Desde que despertamos hasta que nos acostamos, estamos expuestos a una cascada ininterrumpida de estímulos: titulares, mensajes, vídeos, alertas, correos electrónicos, podcasts, publicaciones y anuncios. Lo que antes era una herramienta para mantenernos informados, hoy se ha transformado en una fuente de ansiedad, dispersión y fatiga mental.

Este fenómeno, conocido como infoxicación, no solo afecta nuestra productividad, sino que fragmenta nuestra capacidad de atención. Nos cuesta leer textos largos, sostener una conversación profunda o incluso reflexionar con calma. Vivimos atrapados en un bucle de gratificación instantánea, incapaces de filtrar lo relevante de lo irrelevante.

A diferencia del pasado, cuando el acceso a la información era limitado y valioso, hoy lo abundante pierde valor. La sobreoferta de contenidos no significa mayor conocimiento. Al contrario, muchos terminan saturados, paralizados por la imposibilidad de procesar tanto a la vez. El exceso ahoga la claridad.

El agotamiento digital no es solo una sensación: es un estado real que afecta a nuestro bienestar. Diversos estudios han vinculado la exposición excesiva a información con síntomas de estrés crónico, trastornos del sueño y pérdida de memoria. La mente, al estar sobreestimulada, entra en un modo de alerta permanente que termina agotándola.

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Las redes sociales, los medios digitales y las plataformas de mensajería compiten por nuestra atención a través de notificaciones constantes. Cada alerta interrumpe el foco, interfiere con el descanso mental y nos obliga a una multitarea que, lejos de ser eficaz, reduce nuestra capacidad cognitiva.

El problema se agrava con los algoritmos que priorizan lo más llamativo y emocional sobre lo veraz y útil. Así, la viralidad se impone al criterio, y la inmediatez reemplaza a la reflexión. Nos convertimos en consumidores pasivos, arrastrados por la corriente de lo urgente en lugar de lo importante.

Además, el acceso ilimitado a noticias negativas genera una sensación de angustia constante. Vivimos en un estado de alarma psicológica, expuestos a conflictos, crisis y desastres en tiempo real, sin posibilidad de procesarlos emocionalmente. El resultado es una sociedad más irritable, ansiosa y desconectada de sí misma.

Recuperar el control pasa por reaprender a gestionar nuestro tiempo y atención. Esto implica establecer límites claros al consumo digital, silenciar notificaciones innecesarias, practicar el slow media y, sobre todo, reconectar con el silencio, la lectura profunda y el pensamiento pausado.

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Es urgente educar desde una nueva alfabetización digital, no solo para navegar en la red, sino para discernir lo que nos nutre de lo que nos desgasta. En este contexto, el descanso mental debe considerarse tan importante como el físico. No hacerlo implica normalizar una fatiga permanente que erosiona nuestra salud mental.

Necesitamos reivindicar el derecho a la desconexión, no como un lujo, sino como una forma de proteger nuestra integridad. Porque en un mundo que premia la hiperconectividad, cuidar nuestra atención se convierte en un acto de resistencia. Una mente sobrecargada no puede pensar con claridad, y sin claridad no hay libertad.

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