Publicado: 29 mar. 2025
Cuando un líder juega a la guerra la nación paga el precio
Un líder puede iniciar una guerra con una firma. Pero no será él quien dispare, ni quien reciba las balas. La historia se repite: los poderosos ordenan, los pueblos caen.
/
4 min lectura
Autor - Aldo Venuta Rodríguez

Las guerras no empiezan en trincheras, sino en salas de conferencias. Se cocinan entre asesores, intereses geopolíticos, y cálculos electorales. Un papel firmado, un decreto leído, y de pronto el horror estalla en la vida cotidiana de millones. La distancia entre quien decide y quien sufre es abismal, pero la pagamos todos, menos ellos.
Un líder puede ordenar la movilización militar desde la comodidad de un palacio, rodeado de símbolos patrios y cámaras. Mientras tanto, jóvenes de barrios humildes son enviados a pelear por territorios que ni siquiera conocen, por causas que no entienden del todo. Esa asimetría es tan cruel como inaceptable.
La narrativa oficial suele envolver la guerra en palabras nobles: defensa, soberanía, honor. Pero debajo de esos conceptos se esconden muchas veces intereses económicos, ambiciones de poder y decisiones precipitadas. Es fácil justificar una guerra cuando el cuerpo que se arriesga no es el tuyo.
Los civiles no tienen búnkeres. No tienen escoltas ni rutas de evacuación. Cuando cae una bomba, cae sobre hospitales, mercados y escuelas. La guerra no distingue entre soldados y niños. Y sin embargo, las decisiones se toman como si el daño fuera limpio, quirúrgico, calculado. No lo es.
El impacto de una guerra no termina cuando cesan los disparos. Sus consecuencias se arrastran por generaciones, migración forzada, pobreza estructural, trauma colectivo, pérdida cultural. Reconstruir es infinitamente más difícil que destruir, pero casi ningún discurso político contempla ese precio en su balance real.
Mientras todo esto sucede, los líderes rara vez asumen la responsabilidad real. Pueden perder popularidad, pero rara vez pierden un hijo. Pueden enfrentar críticas, pero no enfrentan un frente de batalla. La impunidad moral con la que muchos toman decisiones bélicas es uno de los mayores fracasos de nuestra democracia global.

El caso de Ucrania es uno de los ejemplos más recientes y dolorosos. Millones de personas desplazadas, ciudades arrasadas, familias separadas. Mientras las potencias deciden cómo actuar desde cumbres diplomáticas, es la población civil la que resiste bajo las bombas. La guerra volvió a Europa en pleno siglo XXI, recordándonos que la fragilidad de la paz nunca debe subestimarse.
La historia ofrece innumerables ejemplos. En cada guerra moderna, los muertos tienen un patrón: son soldados jóvenes, civiles inocentes, pueblos enteros empobrecidos. Cambian las banderas, cambian los nombres, pero las víctimas son las mismas. Los líderes desaparecen de la escena y el dolor permanece.
La pregunta es: ¿cuántas veces más aceptaremos esta dinámica? ¿Hasta cuándo seguiremos viendo cómo una sola decisión política arruina miles de vidas sin consecuencias reales para quien la tomó? No se trata de pacifismo ciego. Se trata de responsabilidad, de ética, de humanidad.
En un mundo con diplomacia, tecnología, canales multilaterales y organismos internacionales, la guerra debe ser siempre el último recurso, no la primera reacción. Y quienes la promueven deben rendir cuentas, no solo en lo político, sino también en lo moral y lo histórico.
Recordémoslo siempre: cuando un líder juega a la guerra, no se juega su vida, ni su casa, ni su familia. Se juega la nuestra. Y si no lo cuestionamos, si no exigimos límites, ese juego se repetirá, una y otra vez, con nosotros como piezas sacrificables.
Este artículo de opinión no pretende tomar partido por ningún bando ni justificar ninguna acción bélica. Su único objetivo es reflexionar, desde una mirada ética y humanista, sobre las consecuencias que tienen las decisiones políticas cuando conducen a la guerra. Apostamos siempre por la paz, la vida y el diálogo como camino.
Más artículos: