La desinformación es más peligrosa que la ignorancia
Vivimos en una era donde el problema ya no es la falta de información, sino su exceso malintencionado. Y eso es aún más peligroso que la ignorancia.
Autor - Aldo Venuta Rodríguez
5 min lectura
En el pasado, la ignorancia podía explicarse por la falta de acceso a libros, educación o medios de comunicación. Hoy, el mundo está más conectado que nunca y, paradójicamente, más desinformado. Las personas no solo creen en ideas falsas, sino que las defienden como si fueran verdades absolutas. El problema ya no es no saber, sino saber mal.
La desinformación tiene una naturaleza activa, mientras que la ignorancia es pasiva. La primera manipula, la segunda simplemente desconoce. La desinformación crea realidades paralelas, socava el pensamiento crítico y destruye el consenso necesario para tomar decisiones colectivas. No es solo un obstáculo para el conocimiento, es una amenaza para la democracia, la salud pública y la convivencia.
Durante la pandemia, vimos cómo una simple publicación falsa en redes sociales podía generar desconfianza masiva en las vacunas. Hoy, una noticia manipulada puede alterar elecciones, encender conflictos o provocar ataques de odio. En ese contexto, la desinformación se convierte en un arma poderosa, capaz de competir con los hechos verificables y el conocimiento científico.
¿Por qué ocurre esto? Porque vivimos en un entorno diseñado para premiar la emoción antes que la verdad. Los algoritmos priorizan lo viral, no lo cierto. Una mentira bien contada se propaga más rápido que una verdad compleja. Y, al mismo tiempo, muchas personas buscan confirmar sus prejuicios antes que contrastarlos.
Pero no todo es culpa de las plataformas digitales. También hay responsabilidad en quienes consumen sin cuestionar, comparten sin verificar y confunden opinión con evidencia. La alfabetización mediática sigue siendo una deuda pendiente en nuestras escuelas, y el pensamiento crítico no se enseña con suficientes herramientas.
Combatir la desinformación exige mucho más que filtros automáticos o etiquetas de advertencia. Requiere una ciudadanía formada, escéptica y consciente de que la verdad necesita ser defendida activamente. Porque si no lo hacemos, quienes manipulan la información seguirán ganando terreno. Y lo harán a costa de nuestra libertad de pensamiento.
La ignorancia puede ser corregida con educación, pero la desinformación necesita valentía, criterio y voluntad colectiva. En un mundo donde todo parece relativo, defender los hechos se vuelve un acto de resistencia. Y hoy, más que nunca, necesitamos resistir.
Porque en esta era de sobreinformación, la desinformación no es una consecuencia inevitable, sino un síntoma de lo que hemos dejado de cuestionar. Y eso nos obliga a actuar.
Lo más preocupante es que la desinformación se adapta. Aprende nuestros gustos, refuerza nuestras burbujas informativas y nos muestra solo aquello que queremos oír. Así, se vuelve invisible. No se presenta como una mentira burda, sino como una versión atractiva y emocionalmente convincente de los hechos. Y en esa comodidad aparente, nos volvemos menos exigentes, menos críticos, más dóciles.
El fenómeno no solo afecta a las personas con menor acceso educativo. Incluso individuos altamente formados pueden caer en trampas de desinformación si no mantienen una actitud vigilante. Porque aquí no se trata de inteligencia, sino de voluntad crítica. El sesgo de confirmación, el miedo, la frustración o la ansiedad social son puertas de entrada perfectas para todo tipo de narrativas tóxicas.
Además, el daño no se limita al plano individual. La desinformación desestructura el tejido social. Rompe el diálogo, polariza opiniones, transforma el desacuerdo en odio y convierte el debate en trincheras ideológicas. Una sociedad informada puede disentir con argumentos. Una sociedad desinformada solo sabe gritar y desconfiar.
El problema se agrava cuando quienes tienen poder político o económico alimentan la desinformación con fines calculados. Lo hacen para sembrar dudas, debilitar la prensa libre, justificar decisiones impopulares o desviar la atención de sus propias responsabilidades. En ese contexto, la mentira se convierte en una herramienta de gobierno, y el ciudadano deja de ser sujeto para convertirse en objeto de manipulación.
Urge construir una cultura de la verdad, donde los hechos contrastados vuelvan a tener autoridad frente a las narrativas convenientes. Una cultura donde preguntar no sea señal de deslealtad, sino de compromiso con la realidad. Donde el escepticismo no se confunda con cinismo y donde los medios que verifican se reconozcan como aliados de la democracia.
Los docentes, periodistas, divulgadores y científicos tienen un papel clave. Pero no pueden hacerlo solos. Necesitan el respaldo de políticas públicas, de plataformas responsables, de comunidades activas que valoren la verdad como un bien común. Porque si seguimos permitiendo que la desinformación marque el rumbo, terminaremos desconectados no solo de los hechos, sino también de nosotros mismos.
No hay progreso posible sin una base compartida de conocimiento. Y esa base no puede sostenerse en rumores, teorías conspirativas o titulares sin contexto. Reaprender a informarnos, a cuestionar, a contrastar y a reconocer los errores no es una tarea menor. Es la base misma de una ciudadanía libre, digna y preparada para enfrentar los desafíos del presente.
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