Cada semana nos asombra un nuevo avance en inteligencia artificial: sistemas que dibujan, escriben, programan, predicen enfermedades e incluso crean otras inteligencias. Pero mientras celebramos estos logros, evitamos mirar con atención un fenómeno preocupante: el retroceso progresivo de nuestra propia inteligencia como especie. No se trata de cociente intelectual, sino de juicio, empatía, pensamiento crítico y capacidad de distinguir lo importante de lo banal.
Estamos formando generaciones que saben cómo usar herramientas avanzadas pero que no saben cuestionarlas. En un mundo donde las máquinas aprenden cada vez más, los humanos leen cada vez menos. Y lo peor: confundimos eficiencia con sabiduría, datos con comprensión, automatización con progreso.
Más máquinas, menos humanidad
Los algoritmos deciden qué vemos, qué compramos, a quién seguimos, incluso con quién salimos. Cada clic es una elección delegada a sistemas que no entienden nuestras emociones, pero las manipulan con precisión quirúrgica.
El riesgo no está en que la IA sea más lista que nosotros, sino en que dejemos de pensar por nuestra cuenta. Cuando confiamos en las máquinas para definir nuestras prioridades, preferencias y vínculos, estamos erosionando la base misma de la autonomía individual.
Y lo más grave ocurre cuando les entregamos no solo tareas, sino decisiones éticas, sociales y políticas. En ese momento dejamos de ser ciudadanos para convertirnos en consumidores de soluciones prefabricadas, incapaces de discernir, dudar o elegir con verdadera responsabilidad.
Los grandes modelos de lenguaje pueden escribir textos brillantes, pero no pueden tener conciencia del sufrimiento que provocan una guerra, una mentira o una ley injusta. Sin esa conciencia, su inteligencia no es más que una imitación hueca. El problema es que muchos ya no notan la diferencia.
Una sociedad que delega su pensamiento
En las aulas, en los trabajos, en la vida diaria, la dependencia tecnológica crece, pero la curiosidad y la reflexión disminuyen. Copiamos respuestas en lugar de formular preguntas. Seguimos tendencias sin comprender sus causas.
Ante el primer dilema, preferimos buscar una "solución automática" antes que dialogar o pensar en común. Hemos llegado a un punto donde muchos jóvenes se enfrentan al mundo con habilidades técnicas, pero sin herramientas para cuestionar lo que consumen, leen o replican.
El auge de la IA no es el problema. El verdadero desafío es que no estamos entrenando a las personas para convivir con ella de forma crítica. En vez de fomentar una inteligencia artificial responsable, deberíamos priorizar una inteligencia humana despierta.
Tecnología sin ética es poder sin dirección
Cada avance tecnológico abre nuevas puertas, pero también plantea nuevos dilemas. ¿Quién diseña los algoritmos? ¿Con qué sesgos? ¿Qué consecuencias tienen sus errores? Estas no son preguntas técnicas, son preguntas éticas, filosóficas, humanas. Y si no desarrollamos una cultura capaz de plantearlas, debatirlas y responderlas, estaremos construyendo un mundo automatizado, pero intelectualmente vacío.
Necesitamos más educación, más lectura, más filosofía, más sociología, más historia. Necesitamos formar ciudadanos que piensen, no solo usuarios que consuman. Porque el futuro de la IA depende, sobre todo, del presente de nuestra inteligencia humana.
La inteligencia que importa
No se trata de detener el avance tecnológico, sino de avanzar también nosotros. De poner la misma energía en desarrollar la conciencia que ponemos en desarrollar los chips. De preguntarnos no solo qué puede hacer la IA, sino qué debemos hacer nosotros como sociedad frente a ella.
Porque no necesitamos más inteligencia artificial. Lo que realmente necesitamos es una inteligencia humana que esté a la altura de su tiempo.