Vivimos en la era más informada de la historia humana, pero paradójicamente, cada vez compartimos menos verdades. La objetividad —ese ideal de consensuar hechos verificables y universales— se está desmoronando. Su lugar lo ocupan emociones disfrazadas de certezas y opiniones que valen más que cualquier evidencia.
No es un colapso repentino. Es un proceso progresivo, sutil, que se ha alimentado de algoritmos, de tribalismo ideológico, de medios polarizados, y sobre todo, de una sociedad que ya no distingue entre lo que cree y lo que puede demostrar.
La información abunda, pero la comprensión escasea. Leemos titulares, no estudios; escuchamos influencers, no expertos. ¿Por qué? Porque el discurso emocional conecta más rápido. Porque el clickbait recompensa la reacción, no la reflexión.
La objetividad ha pasado de ser una aspiración colectiva a un obstáculo incómodo. Es más fácil posicionarse que entender. Más fácil opinar que investigar. En ese entorno, cada quien construye su propia “realidad”, reforzada por redes que filtran lo que queremos oír y excluyen lo que desafía nuestras creencias.
Y cuando todo se percibe como “una versión más de la historia”, la verdad se relativiza al punto de volverse irrelevante. Se impone una nueva regla: lo que importa no es que sea cierto, sino que refuerce mi identidad.

¿Cómo se rompe el consenso?
La objetividad nunca fue absoluta, pero era un punto de partida. Una herramienta imperfecta para construir acuerdos sobre el mundo. Hoy, ni siquiera eso. Hay quien duda del cambio climático, de las vacunas, de la forma de la Tierra, no por falta de pruebas, sino porque su comunidad digital lo valida.
El conocimiento común se fragmenta como un espejo. Ya no compartimos fuentes, ni siquiera lenguaje. Lo que para unos es evidencia, para otros es manipulación. Lo que para unos es ciencia, para otros es agenda.
No estamos debatiendo ideas: estamos confrontando burbujas. Y en cada burbuja, la objetividad es una amenaza. Porque aceptar un hecho contrario implicaría reestructurar no solo lo que pienso, sino quién creo que soy.
En ese contexto, los medios pierden credibilidad, los expertos son sospechosos, y los hechos compiten con teorías conspirativas en igualdad de condiciones. La consecuencia no es solo confusión. Es una sociedad donde la verdad ya no tiene poder de cohesión.
¿Podemos recuperar la verdad compartida?
Reivindicar la objetividad no significa negar la diversidad de opiniones, sino rescatar un espacio común donde los hechos verificados sirvan como base del desacuerdo. Porque sin esa base, no hay democracia funcional, ni política racional, ni progreso social posible.

Pero para eso se necesita valentía intelectual. La humildad de reconocer que no todo lo que creemos es cierto. La voluntad de salir de la burbuja y contrastar ideas. Y sobre todo, la disciplina de informarse más allá del titular y el tuit.
También se requiere una transformación en la forma en que las plataformas digitales distribuyen contenido. La verdad no puede competir con la viralidad si el sistema está diseñado para premiar lo más emocional, no lo más riguroso.
La educación crítica, la alfabetización mediática y la transparencia informativa no son lujos. Son urgencias. Porque sin ellas, la sociedad se vuelve vulnerable a cualquier narrativa que ofrezca certezas fáciles a cambio de ignorancia voluntaria.
La objetividad no está muerta, pero sí gravemente herida. Si queremos salvarla, debemos empezar por asumir que la verdad no es una cuestión de fe, sino de método. Y que la opinión tiene valor solo cuando nace del esfuerzo por comprender, no solo por sentir.