Por qué la energía nuclear sigue generando tanta polémica en pleno debate climático
Un repaso a los temores, los costes y los intereses políticos que mantienen viva la división sobre el papel del átomo en la transición energética
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El recuerdo de Chernóbil y Fukushima aún define la conversación global sobre la energía nuclear. A pesar de los avances en seguridad, esos nombres siguen siendo sinónimo de catástrofe y desconfianza.
En las últimas décadas, los países con centrales activas han reforzado los protocolos de emergencia, construido muros de contención más resistentes y desarrollado sistemas de enfriamiento automáticos. Sin embargo, ningún ingeniero puede prometer riesgo cero. Los defensores aseguran que los reactores de tercera y cuarta generación son mucho más seguros, pero la percepción pública tarda años en cambiar. Cada parada inesperada o fuga menor vuelve a despertar los fantasmas del pasado y las portadas de los medios lo amplifican con rapidez.
El Organismo Internacional de Energía Atómica insiste en que la energía nuclear es la fuente más controlada y con menor índice de accidentes graves por megavatio generado. Pero en la memoria colectiva, una sola explosión pesa más que miles de días sin incidentes.
Los residuos radiactivos y una deuda de miles de años
Ningún tema divide tanto como los desechos nucleares. Los residuos de alta actividad pueden seguir siendo peligrosos durante decenas de miles de años, un horizonte temporal que supera cualquier institución o sistema político conocido. Al día de hoy, solo Finlandia ha construido un almacén geológico profundo aprobado para el almacenamiento definitivo de estos materiales.
En la mayoría de los países, los residuos se mantienen en depósitos provisionales dentro de las propias centrales. Estos contenedores requieren vigilancia, refrigeración constante y una infraestructura que deberá mantenerse incluso después del cierre de las plantas. Esa dependencia perpetua genera una sensación de deuda intergeneracional, energía para hoy, problema para el futuro.
Los intentos de encontrar sitios de almacenamiento a largo plazo suelen enfrentar rechazo local. Francia y Japón han tenido que retrasar proyectos por protestas y falta de consenso. En América Latina, las discusiones ni siquiera han pasado del nivel técnico. La sola idea de enterrar material radiactivo bajo tierra genera desconfianza y oposición inmediata.
La industria insiste en que los avances en encapsulado y materiales cerámicos hacen cada vez más seguro el confinamiento. Aun así, la pregunta persiste, ¿quién garantizará la seguridad dentro de diez mil años, cuando ni siquiera podamos leer las señales de advertencia que hoy colocamos?
Costes millonarios y obras interminables frenan su expansión
Los proyectos nucleares son monumentos al tiempo y al dinero. En promedio, una planta moderna tarda más de una década en construirse y supera con frecuencia su presupuesto inicial.
El reactor de Flamanville, en Francia, es un ejemplo clásico, comenzó en 2007 con un coste previsto de 3.000 millones de euros y, casi veinte años después, aún no ha entrado en operación. Su presupuesto ya supera los 13.000 millones. Casos similares en Reino Unido y Estados Unidos han llevado a muchos gobiernos a preferir energías renovables más rápidas de desplegar y con menor coste inicial.
Las empresas del sector argumentan que la estabilidad de la producción nuclear compensa los costes iniciales. Pero en una era de crisis climática, donde la rapidez de implementación es vital, la nuclear compite contra un reloj que no se detiene.
Europa y Asia, divididas por el papel del átomo en la transición energética
El mapa global muestra dos estrategias opuestas. Europa occidental avanza hacia el cierre de sus centrales más antiguas, mientras que Asia apuesta por la expansión. Francia, Hungría y Reino Unido defienden mantener o ampliar su parque nuclear; Alemania y España se alejan de él por completo.
En Asia, China construye más reactores nuevos que el resto del mundo combinado. Corea del Sur retoma proyectos que había congelado, y Japón —tras años de rechazo público— ha reactivado gradualmente algunas plantas. En el sudeste asiático, varios países estudian acuerdos con Rusia y Estados Unidos para desarrollar pequeños reactores modulares, más baratos y flexibles.
Este contraste refleja no solo decisiones energéticas, sino visiones distintas del riesgo y la soberanía tecnológica. Donde Europa duda, Asia avanza con pragmatismo, buscando independencia frente al gas y al carbón importado.
Opinión pública y política: un debate que no se apaga
La energía nuclear sigue siendo un tema emocional antes que técnico. En muchos países, el apoyo o el rechazo dependen más del recuerdo histórico que de los datos científicos. Los partidos verdes la consideran incompatible con la sostenibilidad, mientras que otros la defienden como única opción realista para frenar el cambio climático.
Las encuestas reflejan una división generacional, los jóvenes la asocian con el futuro limpio, los mayores con el peligro. En la mayoría de las democracias, ningún gobierno puede ignorar esa brecha, y cada decisión sobre una central nuclear se convierte en una batalla política.
A más de medio siglo de su expansión, el átomo sigue generando fascinación y desconfianza a partes iguales. Quizá la verdadera polémica no sea sobre la energía, sino sobre cuánto riesgo estamos dispuestos a aceptar por un planeta estable.
❓ Preguntas frecuentes
Por los riesgos percibidos, los residuos radiactivos y los altos costes, pese a su papel en la reducción de emisiones.
China, Francia y Corea del Sur lideran la expansión; Alemania y España han optado por abandonarla progresivamente.
Se almacenan en depósitos temporales; solo Finlandia tiene un proyecto definitivo aprobado a nivel mundial.
Sí, al generar electricidad sin CO₂, pero su lentitud y coste limitan su papel en la transición energética.
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