Publicado: 6 abr. 2025
El resurgir de los búnkeres en el siglo XXI revela el miedo de una sociedad en crisis
En los últimos años, la construcción y compra de búnkeres ha pasado de ser una rareza a convertirse en un fenómeno global. Detrás de este resurgimiento subyace un síntoma más profundo: una sociedad marcada por la inseguridad, el miedo y la desconfianza hacia el futuro.
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Autor - Aldo Venuta Rodríguez

En las últimas décadas, la imagen del búnker ha estado ligada a épocas de guerra, paranoia nuclear y escenarios apocalípticos propios del siglo XX. Pero en el siglo XXI, su simbología ha mutado: ya no es solo refugio ante bombas, sino ante la complejidad caótica de un mundo cada vez más incierto. El regreso de los búnkeres no es una moda arquitectónica, sino el reflejo de una mentalidad global en transformación.
Desde 2020, la demanda de búnkeres se ha disparado. La pandemia fue un punto de inflexión: el confinamiento global evidenció lo vulnerables que somos ante amenazas invisibles. A partir de ahí, surgieron nuevas motivaciones: el miedo a conflictos geopolíticos, el cambio climático, la desinformación, el colapso institucional, incluso la inteligencia artificial fuera de control. Todo parece motivo suficiente para construir un refugio subterráneo.
Las empresas especializadas lo han notado. Compañías como Vivos, en Estados Unidos, o Atlas Survival Shelters, en Texas, no solo ofrecen protección: ofrecen esperanza. Con catálogos que incluyen búnkeres familiares, comunitarios y de lujo, se dirigen a un nuevo cliente: no el paranoico, sino el pragmático. “No es una cuestión de si ocurrirá algo, sino de cuándo”, reza uno de sus lemas publicitarios.
Sin embargo, esta visión plantea dilemas éticos. ¿Estamos aceptando, sin cuestionarlo, que el mundo colapsará? ¿Y que la única opción razonable es escapar? En lugar de invertir en sistemas sociales resilientes, estamos financiando espacios individuales de salvación. El búnker ya no se oculta: se exhibe, se promociona, se vende como estilo de vida.
El nuevo discurso de supervivencia incluye términos como autosuficiencia energética, filtrado de aire de grado militar, aislamiento hermético, cultivos hidropónicos. Muchos búnkeres están diseñados para operar durante años sin contacto con el exterior. Algunos incluso cuentan con gimnasios, cines y galerías de arte. No es solo protección: es continuidad de estatus, incluso en el apocalipsis.
Lo inquietante es que todo esto se presenta como accesible… pero no lo es. Mientras los más ricos pueden pagar millones por refugios blindados, la mayoría apenas tiene un plan de emergencia. Esta desigualdad estructural se amplifica cuando el discurso de “preparación” deja fuera a quienes no pueden costearla. Así, los búnkeres se convierten también en metáfora del privilegio.
La arquitectura del miedo no es neutra. El diseño de un búnker comunica valores: control, exclusión, dominación del entorno. Y aunque es comprensible querer proteger a la familia, también es legítimo preguntarse qué tipo de futuro estamos construyendo si elegimos encerrarnos en lugar de colaborar. El riesgo de la mentalidad bunkerizada es que refuerza el “yo primero” en lugar del “nosotros juntos”.
En paralelo, los expertos en cultura social señalan que este fenómeno conecta con una visión distorsionada del futuro: una mezcla de ciencia ficción, apocalipsis zombi, survivalismo y catastrofismo mediático. No se trata solo de una decisión práctica, sino también psicológica: quien compra un búnker no solo quiere sobrevivir, quiere seguir teniendo control cuando todo lo demás se derrumbe.
Incluso en países como Suiza o Islandia, donde existen búnkeres colectivos financiados por el Estado, el enfoque es distinto: se busca proteger a toda la población, no solo a los privilegiados. Eso marca una diferencia fundamental: la seguridad como derecho común, no como producto exclusivo.
No es casual que muchos de estos nuevos compradores también acumulen criptomonedas, armas o reservas de alimentos. Es una cultura del colapso que ya no se oculta. Pero el colapso no es inevitable: es una posibilidad moldeada por nuestras acciones. Y si los que pueden hacer algo optan por esconderse, el resto del mundo queda sin liderazgo, sin recursos y sin esperanza.
El auge de los búnkeres puede ser leído como síntoma de una era enferma de miedo. Pero también es una advertencia. No deberíamos criticar a quienes se preparan, sino cuestionar por qué sentimos que tenemos que hacerlo solos. Porque quizás la verdadera catástrofe no sea el evento externo, sino el colapso del vínculo social que debería unirnos frente a la adversidad.
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