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Los impactos de la minería submarina en el fondo oceánico ya son irreversibles, alertan científicos

La explotación minera en el fondo del mar amenaza ecosistemas únicos como Saya de Malha y Clarion-Clipperton, con impactos aún poco comprendidos

Autor - Aldo Venuta Rodríguez

5 min lectura

Ilustración digital de una operación de minería submarina frente a la costa, con maquinaria, cables y fauna marina visible.
Ilustración conceptual de minería submarina en aguas profundas, inspirada en operaciones frente a la costa de Chile.

En las últimas décadas, los océanos se han convertido en el nuevo horizonte del extractivismo. Bajo la promesa de abastecer la demanda de metales críticos para la transición energética —como litio, cobalto, níquel y manganeso—, decenas de países y corporaciones han puesto sus ojos sobre las profundidades marinas. Esta nueva fiebre por los recursos escondidos en el lecho oceánico plantea una disyuntiva crucial: ¿es posible extraer minerales sin destruir ecosistemas únicos, milenarios y frágiles que apenas comenzamos a entender?

El Banco Saya de Malha, una vasta meseta sumergida entre Mauricio y las Seychelles, y la Zona Clarion-Clipperton (ZCC), un extenso abismo entre México y Hawái, son hoy dos de los principales blancos de esta minería emergente. En ambas regiones se concentran nódulos polimetálicos, pequeñas formaciones minerales que tardan millones de años en desarrollarse y que contienen valiosos metales. Su extracción, sin embargo, implica remover y destruir enormes áreas del fondo marino, liberando sedimentos, alterando la cadena trófica y dejando cicatrices que pueden persistir durante siglos.

A nivel técnico, la minería submarina utiliza gigantescas excavadoras subacuáticas capaces de operar a 4.000 o 5.000 metros de profundidad. Estas máquinas succionan el lecho oceánico, pulverizan los nódulos y envían los materiales a barcos en la superficie. Luego, las aguas residuales y los sedimentos son vertidos nuevamente al mar, generando nubes tóxicas que se dispersan cientos de kilómetros. El resultado es una alteración de todo el ecosistema de columna de agua, desde los microorganismos hasta los grandes depredadores.

Estudios recientes, como el publicado en Nature en abril de 2025, han revelado que los efectos de la minería submarina pueden durar más de cuatro décadas. Una prueba realizada en 1979 en la ZCC sigue mostrando marcas visibles, zonas sin nódulos, y una biodiversidad severamente reducida. Según los autores, no existen indicios claros de que el ecosistema vuelva a ser el mismo, ni siquiera en el muy largo plazo.

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La comunidad científica coincide en que la minería submarina representa una amenaza directa para funciones ecológicas clave. Los nódulos, por ejemplo, actúan como refugios para diversas especies bentónicas y podrían estar implicados en procesos como la oxigenación del lecho marino. Su remoción destruye hábitats enteros, disminuye la biomasa y, en casos extremos, puede llevar a la extinción de especies endémicas aún no descritas por la ciencia.

En el caso del Banco Saya de Malha, la situación se vuelve aún más alarmante. Esta región contiene una de las mayores praderas submarinas del planeta, fundamentales para la captura de carbono y el equilibrio del clima global. Sin embargo, áreas periféricas de la meseta ya están siendo objeto de contratos de exploración minera, algunos vigentes hasta 2029. Corea del Sur, India y Alemania tienen permisos activos emitidos por la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos (ISA), el organismo encargado de regular esta actividad.

Las implicancias geopolíticas no son menores. Algunos gobiernos ven la minería submarina como una oportunidad para posicionarse en el mercado de tecnologías limpias, y justifican su desarrollo en función de una supuesta escasez de minerales terrestres. Sin embargo, varios expertos —como Matthew Gianni, de Deep Sea Conservation Coalition— afirman que una combinación de reciclaje, minería urbana y rediseño tecnológico podría suplir esa demanda sin necesidad de dañar los fondos marinos.

Además, el creciente rechazo de la industria tecnológica a estos materiales plantea dudas sobre su viabilidad comercial. Grandes empresas como Google, Samsung y BMW han expresado que no usarán metales extraídos de las profundidades del océano, priorizando alternativas más sostenibles. Incluso, algunos analistas financieros califican estos proyectos como esquemas especulativos, con baja rentabilidad y alto riesgo regulatorio.

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Frente a estos desafíos, más de 30 países —entre ellos Chile, Francia y Nueva Zelanda— han pedido una moratoria global a la minería submarina hasta que se cuente con suficiente evidencia científica sobre sus impactos. No obstante, la presión del lobby minero continúa, y la ISA podría permitir explotaciones comerciales tan pronto como en 2026 si no se logra un acuerdo multilateral.

En paralelo, movimientos sociales y ambientalistas han comenzado a actuar. En 2021, la bióloga mauriciana Shaama Sandooyea protagonizó la primera protesta subacuática contra la minería en Saya de Malha, un gesto simbólico que dio la vuelta al mundo. Su mensaje fue claro: “las soluciones al cambio climático no pueden basarse en destruir ecosistemas que ayudan a combatirlo”.

La minería submarina encarna así una de las grandes contradicciones del siglo XXI: la búsqueda de tecnologías limpias que, paradójicamente, podrían nacer de procesos profundamente sucios. Ante este dilema, la ciencia y la ética deben guiar las decisiones políticas, antes de que el fondo marino se convierta en otro desierto industrial sin retorno.

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